Y todo por el merengue

Lourdes pone mala cara cuando, después de haber traspirado todo el día en la 57 street, oye a su novio que rechaza el sancocho de frijoles. Justo él, que ha estado el santo día durmiendo y bailando la noche del sábado con otra. Dicen que un merengue, y calzado en esos lindos zapatos de charol que ella le regaló el último aniversario.

No es mala Lourdes, pero está cansada. Al fin con su trabajo mantiene a su familia y también al novio, que parece preferir las hamburguesas grasientas a los sorullitos de los domingos que le prepara durante los desayunos antes de ir misa. No es fácil meter por entre las hojas de plátano los granos de maíz y armarse de paciencia para que el vago ese se levante por las mañanas y le hable de las noticias, pues ella no tuvo tiempo de aprender ni a leer en español desde que llegó de la isla. Lo menos que puede pedir es que la quieran con exclusividad.

Cuando vuelve de la 57 street a su casa le sonríen sólo las ollas y sartenes apilados el día anterior. Raras veces la espera él, quizá, por eso, a ella se le enciendan los ojos y sus caderas tiemblen al verlo.
Su madre le ha enseñado a cocinar desde chica, el plato que más le gusta es la malarrabia: le encanta meter sus dedos en el almíbar para sentir los hilos del azúcar y zambullir en la olla los pedacitos de guayaba y batata hasta verlos convertidos en terrones.

A Lourdes no le es fácil vivir en la gran manzana, donde el edificio chrysler se ve más portentoso y alto que las palmeras de Santo Domingo. Extraña la playa en la que solía correr con sus hermanas y trepar por los árboles en busca de algún coco jugoso.

Le han dicho que es feliz en Nueva York, y así debe de ser, pues el dinero le alcanza para comprar cientos de esmaltes de uñas e ir al cine cada tanto. Habitualmente sonríe, sobre todo en la cocina. Aunque cuando se enteró de que su novio se había ido a bailar con otra, le dieron ganas de cocerlo en pedacitos como los caribes cocinaban a sus prisioneros antes de deglutirlos en una larga ceremonia.

Al poco tiempo de instalarse, su madre intentó enviarla al colegio por lo del inglés, pero no le fue fácil adaptarse y al fin no duró ni una semana. Aunque comprende cuando le hablan los whities y puede traducirle a su madre. En el barrio enseguida se sintió cómoda: todos los de la isla compartían la música y las oportunidades de trabajo. Salvo la de las piernas largas, que no le cayó bien de entrada: una mirona, desde chica atrapaba con sus ojos a los hombres. Qué habrá hecho distinto la mirona para haberlo atrapado esa noche a su novio porque ella se esmera en servirle, no sólo la comida que prepara, gozosa.

Lourdes se detiene siempre en los detalles. Su pelo renegrido lo lava con el mejor champú. Y estudió danzas para bailar mejor que nadie el merengue, por eso se enamoró él. Los ingredientes de sus platos los compra en un mercado de Staten Island: los huevos más frescos y la fruta exquisita. No habrá podido estudiar, pero no es ninguna estúpida, y si ésa hizo la primaria, no demuestra conocer nada, excepto a los hombres. Los envuelve con su charla y su cuerpo de sirena, pero es fría como el acero; y ella es fértil y enérgica. Él no va a abandonarla.

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-Si no te gusta el sancocho, queda algo de pavo – le dice con rabia-. Y si tampoco se te da por el pavo, en la heladera hay pescado.
– Ni pavo ni nada, venga conmigo – y él se queda mirándola como si, mirándola, fuera a expiar su infidelidad. Lourdes no está para andanzas, pero el merodeo de la mirona la tiene preocupada. Mejor le hace caso, no hay que guardar rencores.

De su madre aprendió los artilugios de las mezclas y el poder secreto de las especias. Tomillo, clavo de olor y perejil, pimienta y ralladura de coco. El picado fino de la cebolla lo conoció por la tía Engracia, que gritaba, contenta, para no pensar en el llanto: niñas que vais bailando, en el infierno terminaréis saltando. Para Engracia, en la cocina comenzaba el cielo que se prolongaba para Lourdes hasta la playa interminable de arena blanca. En la isla, Lourdes no sólo había disfrutado de la libertad de los pájaros y de los nidos de caracoles gigantescos que armaron con sus hermanas cuando el mar les arrebató a su padre en un día furioso de pesca; también, del trigo albarejo y del trigo candeal, aia bombé, mujer, que no resisto tu salsa, el sol se ha de poner. Pero después de que murió el padre, como ninguna había prestado atención a la pesca, y se hizo duro vivir sin él, Engracia les mostró unas fotos de Nueva York. A ellas les gustaron esas fotos, y como un primo iba a ayudarlas, adiós mar y adiós pájaros. Esa parte del nuevo continente, hecho de burbujas y de collares marinos, quedó atrás y hubo que homenajearlo con las comidas. Trascurrido el tiempo, todo se pierde. Salvo la memoria, si se ocupan las personas de mantenerla viva.

Apaga la radio. Han estado pasando strangers in the night, como si ella no fuera una extraña en la noche neoyorquina. Claro que al estar de novia no se siente tan sola. Baja las escaleras lo más rápido que le permiten sus piernas. La saluda el viejo sin dentadura del primer piso y de inmediato la invita a bailar con un descaro travieso y dulce. Le da unas palmadas en el hombro. La espera el aire tibio de un día que se anuncia caluroso.

Camino al trabajo, piensa cómo definiría el Mar Caribe. Rocas viejas y duras, olas que se encaraman para abrirse el  paso. Algunos barcos se distinguen en la aurora mientras los tiburones nadan, escondidos, quizá a la espera de los cuerpos asoleados de los amigos de Lourdes y sus hermanas, que por la noche hacen acrobacias en los bailes. Y en la isla, campos de trigo y maíz en las llanuras y los olores de la cocina de Engracia y su madre.

Al llegar a la esquina escucha las bocinas y los compases de un rock que empujan para ser oídos desde el equipo de música de uno de los nietos del viejo sin dentadura. El sol, de a retazos, amenaza con recalentar el aire.

En la parada no reconoce más que a los vecinos ruidosos del edificio que limita con el suyo. Ahora que mira, le parece ver a la mirona. Un hombre desagradable le da órdenes, y cruzan. Sube al micro y en el recorrido de este por la 57 cree adivinar un acertijo. Se lo comentará a su novio esa noche para deshacer los nudos de su noviazgo, como cuando le reza a la virgencita “desata nudos”. Al fin, él la querrá a ella sola, como sucede en todas esas comedias del cine.

En el trabajo le dieron permiso para salir antes, tiene tiempo de sobra para preparar la cena. Algo especial que acompañe las velas y los velones y el vestido rojo que lucirá. Duda: plato dominicano o comida distinta, sabrosa. Comida sabrosa, pero cuál. Hojea un recetario. Tiene que pensar en algo. Piensa, nada. Hasta que se le ocurre la mejor sorpresa: hamburguesas caseras con salsa criolla y copos de puré de papas con queso parmesano, gratinados al horno. De postre, unas cerezas con jarabe y pimienta y café con chocolate rallado y canela. Le dirá que la mirona no es tan lista como parece, la primera vez hace todo gratis. La segunda, cobra, y que cobra para darle el dinero a otro.

No tendrá que ir de compras y el tiempo que ahorre lo va a usar para tomar un baño como si estuviera en las playas anchas de Santo Domingo. Ay, qué goce gozoso, él y el sabor de la pimienta que penetra y se expande por toda la boca en busca de lava. Eso hará, la comida sabrosa con la carne picada que se animó a comprar en Queens, qué buena elección.

Las hamburguesas, previa media cocción, se llevan con el queso mantecoso a horno caliente. (No ha podido reunir aún el dinero suficiente para una parrilla.) Bate el puré, recién hecho y salpimentado, con la yema de dos huevos. El puré está esperando, turgente, la manga del decorado y explotará en los moldes que van a ser llevados al horno, después de haberle desparramado el queso parmesano. Las cerezas se han estado ahogando en el jarabe. Agrega un poco de pimienta, y todo listo. Enciende las velas y los velones, disfruta del contacto de sus pies descalzos con el mosaico y corre a buscar el vestido. Los pliegues deben estar perfectos, tal vez un poco de plancha. Y el sostén hace juego. No usará nada más.

En una hora, que le parece eterna, después del baño se viste. El pelo renegrido lo deja sin peinar. Se pinta la boca de un rojo que hace juego con el esmalte de las uñas de sus pies y manos. ¿No estará exagerando? Allá él, se ve linda en el espejo. Estira las sábanas y corre a la cocina, no vaya a ser que se exceda en el tiempo de cocción. Por entre el visor los copos del puré parecen a punto. Las hamburguesas con el queso y la salsa despiden un olor barroco, que combina con el vaho del vino tinto.

Tocan a la puerta. Es él, qué suerte. Se le abalanza, lo invita a la mesa.

Él, casi sin verla, le hace caso y hunde el tenedor en el puré. Corta, paciente, la carne de las hamburguesas. Se lleva la comida a la boca. Lourdes aprovecha para comentarle lo que vio por la tarde. La mirona –claro que no la llama así cuando le habla a él- trabaja por encargo, no vaya a pensar que la sedujo, nada de eso, esa mujer va a cobrarle, ella se dio cuenta enseguida.

Pero él no le contesta, está concentrado en los olores de la comida y en el sabor del vino. Ella insiste hasta que él la interrumpe y le dice que ya lo sabía, le cobró la primera vez, después del merengue. Lourdes se queda largo rato mirando su boca agrandada por la comida sabrosa. No puede evitar preguntarse de dónde sacó dinero para pagarle, si ella lo mantiene.

Ahora él detiene su vista en los pechos de Lourdes. Sin embargo, a ella le vienen ganas de escabullirse por entre los manjares. Nada de amor, con lo que trabaja en la Gran Manzana. Lo deja olfateando las cerezas y el jarabe y los azúcares y la grasa de la manteca que ha quedado pegoteada en las ollas. Lourdes querría esfumarse como sucede en el cine, gracias a esos trucos, para no ser devorada.

Y le reza a la virgencita “desata nudos”. Tal vez la ayude, y ella se convierta en la última cereza que él, insistentemente, trata de llevarse ahora a la boca y, vaya a saberse por qué, rebota.

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