En el cruce que lleva al mercofrut de Tucumán, Tafí del Valle y a las Termas, cuando el hambre ataca y estamos demasiado sedientos, solemos reunirnos donde se encuentra la rotonda. No es que me ilusione esta especie de asamblea que organizamos para conseguir el alimento, pero por lo menos nos juntamos los más necesitados, compartimos desgracias y tomamos el agua que dejaron las lluvias, o alguno de los compañeros nos conduce hacia alguna zanja abandonada, llena del líquido amarronado que nos calmará la sequedad de garganta si la desesperación es grande. Todos con el cuerpo a flor de costilla, babeándonos por las carencias, flacos y lentos -como la triste esperanza de los aún más pobres, que cuando pueden, nos acompañan.
Adonde quiera que estemos nos enviamos señales solidarias entre nosotros y nos alegramos de juntarnos en la rotonda en medio de esas largas rutas que construyó el progreso. Un cartel la identifica, bajo el mástil de una escueta bandera celeste y blanca. La experiencia que nos vincula es la misma. Hasta que alguno deja de venir, y entonces tememos que en el próximo encuentro otro ya no cuente el cuento. Eso sí, hay que reconocer que jamás nos faltó la compañía circunstancial de una hembra, tanto o más adormecida por el hambre que nosotros, pero fiel servidora y amante.
Santiago es una provincia orgullosa del monte, de extensas planitudes, yerma, se hizo conocer por sus termas y tamales, por los altos cañaverales y ahora exhibe, feliz, su pequeño y nuevo aeropuerto en Río Hondo. En esa rotonda, los vemos pasar a los turistas. Y, a diario, camioneros y taxistas comparten una porción de su viaje con nosotros. Por lo visto, desde que construyeron ese aeropuerto está empezando a haber muchísimo trabajo; el tránsito aumenta día a día.
De vez en cuando, no sabemos si porque flamea la bandera bajo las fuertes ráfagas de viento, aparecen perdidos en la rotonda el sombrero o la pamela de alguna señora que se dirige a las Termas o regresa de estas. Se repite cada vez idéntica secuencia: primero se abre la puerta trasera de un automóvil y unas venas gruesas azules, a punto de estallar, recorren las piernas obesas que tocarán tierra en busca del objeto extraviado. Después, al vernos, pues no pueden sino hacerlo al ser tantos, se olvidan del sombrero, miran al cielo como buscando no se sabe qué, se agachan con esfuerzo y nos acarician. (También hay alguna señora de esas que, a menudo, recogen con prisa su pamela y se meten enseguida en el auto poniendo una extraña cara de despavoridas.) Con mis compañeros creemos que deberán de sentirnos como un trofeo que recuerda la vida en provincia o como un fantasma que las expulsa de inmediato a la capital. Es que las asombramos, paupérrimos y en asamblea. De vez en cuando hasta algún periodista apurado nos habla con amabilidad y saca un viejo lápiz del bolsillo para escribir algo sobre nosotros (dice), y un fotógrafo obsesionado graba todo en imágenes.
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Me llaman Paratombú, el nombre me lo pusieron en las Termas. La verdad, no me quejo, y ninguno de los compañeros anda echando culpas a nadie. A poco que se piense, ni siquiera sabríamos a quién pedirle que nos diera de comer, nos mirara con respeto; todo eso, en fin, que tienen los de la ciudad, sin advertirlo. El monte trae incertidumbre, y nos hemos acostumbrado al desamparo. Yo nací como pude, mi madre me abandonó y de mi padre nunca supe nada. Sé que fuimos diez hermanos en el inicio y que ahora solo quedamos tres, distribuidos en Argentina. Eso es todo lo que podría vincularse a mi pasado. Aunque tengo más suerte que mis otros amigos de la rotonda, claro, porque mi picardía me hizo escoger un hotel importante de la zona en el que hacia la madrugada me dejan las sobras. Cada tanto, unos hombres que trabajan allí festejan mi presencia y, cada tanto también, me dejan que pase a la recepción para observar unas extrañas y lujosas vidrieras, que desconocemos mis amigos y yo, por eso de andar perdidos en el campo. Los empleados me han dicho que se trata de unas tiendas: las hay de distintas clases en la galería, proveen al gentío de recuerdos y baratijas. Los pasajeros van y vienen de ese gran hotel, nerviosos, con enormes bolsos y valijas. No sé para qué sirven estos, imagino que transportan sus enseres porque el vaivén del equipaje coincide con la llegada de automóviles o grandes ómnibus.
Coco, mi compañero de ruta preferido, tiene una mirada cansada y cojea. Hace años se averió una pierna, después hubo que quitársela. Todos lo aceptamos, aunque a menudo me cuido de correr con él para que no se sienta disminuido. Desde hace unos meses parece que en cualquier momento se nos fuera a morir, pero no: a paso lento se camina varios kilómetros saltando y no lo asustan las luces de los coches. A mí me mete miedo la velocidad de esos haces de luz que iluminan los senderos oscuros de la noche. Pero me atraen las ruedas, círculos compactos de goma negra que una vez estuvieron a punto de atropellarme si no fuera por el grito que pegó la compañera del conductor, por suerte él reaccionó a tiempo y frenó, aunque vi que me largó un insulto (me di cuenta de la puteada sobre todo por su gesto acalorado y frenético). Es que estoy casi sordo, pero mi olfato me ayuda a prevenir las tormentas que acechan, y presiento cuando se acercan los camiones que circulan, indolentes, por el camino que empalma con la nacional y que llega a San Miguel de Tucumán.
Una mañana me subí a un acoplado, nadie lo advirtió y terminé bajándome en la casa esa donde declararon la independencia. Dicen que en el colegio se la hacen dibujar a los alumnos con unas ventanas enormes para dar la impresión de que siempre se es libre y que refulge el sol.
Nunca visité la capital de Santiago del Estero, un día casi me llevan, pero desistieron y quedé varado en medio de la ruta. No me importó, igual aproveché el momento pues me gusta pasearme y contemplar las cañas que se asoman a lo largo de los caminos internos, saltar por entre los trigales y ver mulas y vacas. Cuando llueve y caen heladas siento que algo ajeno me invade porque yo vengo de donde nunca descansa el viento y el calor no olvida la complicidad de los azotes. Y si bien no oigo como antes el ruido de los relámpagos, veo esos rayos dorados que se despliegan con prepotencia en la impunidad de la noche cerrada. Acaso mis compañeros, el Coco y yo conservemos algo de la fuerza de los poderosos puesto que nos aguantamos la existencia como viene y no andamos refunfuñando en busca de lo que no tenemos ni se puede.
La cojera de mi amigo Coco es conocida en el centro de las Termas y por los camioneros de Pascualito, intrépidos choferes que le hacen luces para avisar su proximidad y hasta le tocan un bocinazo como saludándolo. Todos se apiadan de Coco, y yo lo vivo protegiendo porque me atemoriza el progreso que expulsa a los que no se disciplinan. Sin ir más lejos, hace una semana, a una amiga del Coco la echaron de casa: a la abuela, una vieja sucia y mezquina, le molestaba su presencia y se pasaba protestando por el gasto que ocasionaba el mantenerla en familia. Acaso ahora ella se nos sume en la rotonda. Pero hay que cuidarse: parece que con tanto turismo nuevo mis compañeros y yo nos encontramos en peligro. La gente es falsa, suele aparecerse en provincia, ávida de vino y empanada y por tocar un día la guitarra, cree que es santiagueña. Pero se la ve aliviada cuando está por partir. Se te nota a la huella, mascarita, que venís de la ciudad – cantaría un payador. Y ni hablar de los sinvergüenzas que cometen atrocidades por el mero gusto de hacerlo, se ensañan con los débiles los muy bestias.
La laguna ha envejecido y la tierra chilla a menudo su dolor. Apenas algún dueño hace su aparición anual bochornosa. Debe de molestarles el sol, omnipresente. A nosotros, en cambio, la sequía no nos perturba ni modifica el carácter, pero deja su herida el monte, y no es bueno babearse y vomitar la sed. Hoy amanezco, quién sabe si mañana. Pero esto que soy me basta.
Coco está fuera del hotel esperando, en la ruta nacional pasarán más turistas, buena oportunidad de hacernos ver (cree él). Así que nos encaminamos hacia allí con la bastarda ilusión de ser observados alguna vez. Coco quiere llegar hasta Santiago, según me imagino que piensa, porque no es bueno morirse sin conocer la capital. Ha pasado secas y tormentas y acaso le llegó el momento de vivir la civilización en su pellejo. ¡Pobre Coco! Puntual como el reloj, trata de hacer dedo, ahora más seguro de sí pues me uno a él. El tránsito se ha puesto pesado, los conductores dan muestra de su nerviosismo y nos esquivan a puteada limpia. Otros, más culposos, tocan bocina. Pero continúan, decididos, vaya a saberse a qué destino.
No es placentero exponerse en la ruta para que algún samaritano te levante y te conduzca a destino: al mediodía el sol penetra y la sed te obliga a saciarla como sea. Después vienen el cansancio y la resignación, tenés ganas de maldecir, pero el cuerpo te vence y te dormís boca arriba, a la vera del camino. Del grupo amistoso ese de la rotonda, dicen que yo pienso a la perfección y soy su estratega. No es cierto, tal vez adiestré desde siempre mi viveza -esa que te aporta la necesidad más primaria- y estoy abocado a resistir. Hace calor, deben de hacer 50 grados, pues unas grietas se han abierto su camino feroz en la tierra y los campos se han desteñido, enteros, pidiéndole al sol que afloje.
Coco consiguió agua: vino empujando como a puntapié una botella abandonada y pese a que cojea, nadie se fijaría en él por esto. En cambio, se hace oír y da la impresión de ser poderoso cuando te clava los ojos. Una camioneta tan alta y moderna que parece un tractor se detiene. Por fin. Va para Santiago, así que después de sudar gotas gruesas, nos sentimos aliviados de tirarnos detrás, donde un pequeño toldo improvisado nos protege de la malicia climática.
No es largo el trecho entre las Termas y Santiago, dos horas de viaje nomás (o quizá menos, acaso debido a la novísima camioneta, que vuela como si fuera un avión de esos que desde abajo se ven tan pequeños). Coco se ha puesto a dormir boca arriba, debe de estar feliz. Yo no puedo sentarme siquiera a retozar, el movimiento, acompasado y veloz, me hace ir y venir tambaleándome, como si estuviera en una improvisada pista de baile, como si mi cuerpo, pese a la sordera, registrara en cada costilla la alegre partida hacia la ciudad.
La camioneta se desvía hacia una salida lateral, se detiene en una estación de servicio. Por lo visto, los conductores van a cambiar de lugar: ahora va a manejar el otro. Primero apuran para ir al baño del estacionamiento, y nosotros descendemos, Coco, aún somnoliento, para echar un vistazo a la gasolinera con sus tanques de nafta automáticos y a la chica de la caja, una joven morocha, de grandes ojos marrones. Hecho el cambio de chofer, subimos a la camioneta, que acelera el camino hacia Santiago. Mi amigo queda ahora despierto. ¿Cómo será soñar lo que no se es ni se tiene? Eso suele hacer la gente, animada por la televisión, cuyos numerosos canales la transportan adonde jamás iría de verdad.
Nos hemos puesto a andar nuevamente y, de a poco, la camioneta alcanza su velocidad máxima. No debe de faltar mucho, a juzgar por los últimos carteles de la ruta y la serie de casas y puestos de venta, que ofrecen dulces, pastelitos y quesos de toda clase. Hileras de trigales (o lo que queda de estos por obra del calor y los rayos que no cesan) se suceden ante nosotros; luego, la caña, también quemada, y el polvo que vuela, suspendido, por todas partes. Disfrutamos, sin embargo, como lo deben de hacer las golondrinas barranqueras, pegoteadas a los postes y otras aves que prefieren la quietud debido a la hora en calma. Hasta los caranchos.
A diferencia de lo que uno habría podido imaginarse, Coco, de súbito, se ha vuelto triste. Parece un extranjero, inmovilizado por la agresividad del calor y el paisaje plano. Ahora pestañea un poco y mueve la boca, nervioso, como si el tiempo que no registramos estuviera a punto de dejarlo. Y, enseguida, se le caen unos largos hilos de baba. Abre sus labios de par en par y deja ver sus dientes gastados y negros, lo cual me demuestra una vez más nuestra impotencia para intervenir en la naturaleza. En definitiva, porque lo he visto muchas veces antes, Coco está próximo a irse de este mundo. Y sin llegar a Santiago. Se mueve como una coctelera, espasmos de sudor se van sucediendo uno tras el otro, acaso hasta que se apague su cuerpo entero, como si quisiera ir paralizándose de a poco, sin llamar la atención ni preocuparme.
Y vuelve a recalentar el sol, que se mete por entre los resquicios del toldo, y me doy cuenta de que Coco me deja sin llegar a destino. Tal fue su esfuerzo por vivir sin su pierna, con el hambre y la sed que supo saciar a su modo. Modesto y franco, mi compañero de ruta se deja no ser con el estoicismo de los del monte porque es lo que le tocó en la lotería. Y, en ese su tránsito a lo póstumo, se le fueron cerrando los ojos, ya no irá a ver. Y no se mueve. Cesó de existir.
La camioneta continúa el viaje a destino como si nada hubiera ocurrido detrás y yo, que quisiera bajarme rápidamente pues este viaje lo emprendí por él, me voy para Santiago. Pero pego un ladrido, que supongo será fuerte y certero para que me oigan las aves carroñeras de Santiago. Y los humanos y sus mascotas, también. Pego esta especie de aullido estepario para que sus ecos lleguen hasta la rotonda, donde todavía mis amigos de las Termas se reúnen a diario y anunciarán, de seguro, que Coco quiso alguna vez conocer la capital.
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