La fotocopia

Después de haber esperado más de una hora aguantando ráfagas de un viento colosal que se me metía por entre la ropa, por fin, el 29 se acerca a la parada. El chofer, en un evidente ataque de misericordia, decidió no continuar viaje a toda velocidad y permitirnos subir al pasaje. Ya en el 29 pienso que me hartan estos traslados en colectivo desde mi casa hasta la librería, con el acostumbrado hacinamiento de gente invisible como yo.

La librería es lo que podría llamarse casi un cuchitril en el micro centro, a dos cuadras de la Plaza de Mayo. “Micro centro”, así identificamos los porteños al infierno, al downtown de esos gringos ávidos del tango y de la milonga. Pero esto no lo imaginó Discépolo, ni tampoco se confunde con Villa La Angostura ni el Calafate, no señor. Aquí no sopla un solo viento sino muchísimos vientos, unos en forma de trompo y otros cargados de hollín o de la furia del Río de la Plata, algunos también soplan repletos de la arena de los obradores porque Buenos Aires es una ciudad que construye.

En este infierno de pobreza y anarquismo y de temeridad automovilística, del que las lujosas cúpulas de la avenida de Mayo podrían aportar un preciso testimonio, en este espacio de horror urbano es donde me aguanto la rutina de permanecer ocho horas como un zombi frente a la máquina de las fotocopias. La avenida de Mayo es la avenida del poder, pero el único poder que yo tengo es el de aguantarme el infierno sin morir en el intento. Ocho aburridas horas soporto, de vez en cuando sentada en un taburete tapizado de un plástico color ratón, agujereado y vencido como la mayoría de las casas y los objetos de Buenos Aires. Durante esas ocho horas mi tarea consiste en pulsar el botón de la máquina que tira escritos clonados a pedido de los clientes por un sueldo que se supone comprensivo de mis viáticos. De vez en cuando también me toca contestar preguntas sobre los precios de esto y aquello, o envolver cuidadosamente lo que se compra. Y así y todo, me quedan ganas de trasladarme a la otra punta de la ciudad para estudiar Letras. Letras, literatura, toda esa basura que dice mi padre que no sirve para nada sin comprender que su valor radica precisamente en que no le es útil a nadie y que nos quita a algunas un poco del malestar mundano.

Me llamo Inés. Inesita –me dicen en el barrio-, un poco en broma, un poco en serio, pues me temen. Yo nunca le he tenido miedo a nadie, ni siquiera a mi viejo. Pobre, él piensa que las cosas se arreglan teniendo calle – modo pícaro argentino de decir que la experiencia supera siempre a la universidad. Qué se va arreglar nada. Al contrario, para llegar a algo en esta ciudad iletrada conviene hacerse de amigos con influencias y entrar lo más rápido posible en la cadena de favores. Por eso cuando en clases nos hablan con autoridad de la psicología de los personajes en la obra de los clásicos y muchos de mis compañeros se quedan en babia, yo enseguida advierto de lo que hablan y me río. Porque comprendo bien a  Shakespeare a pesar de no vivir en la avenida Alvear, es que hace rato no me trago buzones y conozco la naturaleza humana. Cuánto Hamlet habré conocido en el negocio de las fotocopias, y cuántas amigas Ariadna me frecuentan, dispuestas a salvar a su desorientado Teseo. En síntesis, no soy idiota, aunque sea una chica pobre de barrio.

El dueño del local donde trabajo es uno de esos hombres de edad adivinable, con calvicie incipiente, lo cual demuestra a las claras que su pelo se va perdiendo pero no sus mañas: no le gusta conversar, y tal vez su reserva se deba a cierto pudor, pues lo he oído balbucear cuando se acerca algún extranjero para preguntarnos por alguna avenida o para comprarnos algún artículo de librería mientras intenta comunicarse valido de su conocimiento raquítico del idioma. El dueño viene poco, pero siempre controla el dinero que entra en la caja. Así que mi turno lo comparto con Raquel, una señora que debe de rondar los cincuenta, muy fea y chismosa (solo cuando se trata de la existencia ajena). En realidad, aunque la librería se llene de clientes, ella vive pendiente de su celular y pasa horas enviando mensajes de texto no se sabe a quién, ya que nunca  habla de su familia y parece no tener amigos.

La librería ha adquirido prestigio en la zona y, como suele suceder con estas cuestiones del mercado, aquí se vende lo que los demás necesitan. De todo lo que leí en la universidad, desde los griegos es sabido que para no repetir cien mil veces lo mismo en nuestras vidas (y en la historia) no hay que tapar ninguna falta. Sin embargo, en la actividad del comercio siempre hay un ilusionista.

A mi viejo no le molesta que trabaje en este lugar, dice que tiene relación con lo que estudio puesto que “librería” remite a “libros”. Claro que él no sabe que se trata de libros de registro para contadores públicos, de objetos de oficina y que la otra mañana, por ejemplo, un muchacho joven vino a llevarse una máquina trituradora de papel que lo convierte en partículas vaya a saberse para quién.

A unas tres cuadras se encuentra el edificio de la Administración Federal de Ingresos Públicos, a la que se puede acceder caminando por una vieja calle empedrada denominada Alsina y también cuando se evaden impuestos –si el evasor no tuvo la suerte de contar con los consejos de un buen estudio contable. No conozco mucho de leyes ni estas me interesan, pero algunos clientes habituales vienen siempre apurados para que se les fotocopien largos y retóricos escritos en los cuales los abogados  o los contadores cuestionan los argumentos del otro e intentan convencer al juez tributario de los propios. Parece que los litigios dejan algún dinero. (A mí, en cambio, me extraña tanto derroche lingüístico.)

Como Raquel ayuda poco, el tiempo no me alcanza para repasar entre horas los apuntes de la universidad. Eso me da mucha rabia, en ocasiones incontrolable. Durante este mes, por lo menos en dos ocasiones, el dueño del negocio me reprendió con cierta dureza por temor a que le ahuyentara a sus clientes. Ignoro si se trata la mía de una bronca constitutiva, lo que sí sé es el esfuerzo diario que hago para estudiar, ya que a mí no me dan licencias por examen como a los empleados de las oficinas públicas vecinas. El cansancio es grande, pues cuando regreso a casa, todavía debo preparar la cena y quedarme despierta hasta que mi padre y mi hermano se vayan a dormir.

Le llevo diez años a mi hermano enfermo. Pero su autismo no le impide intuir la realidad mejor de lo que lo haría cualquier político. Mamá murió hace cinco años. Un cáncer al hígado, que invadió hasta sus pulmones y cerebro, la mató, no se sabe si por fumar y sufrir tanto o por compartir muchas copas con mi viejo. Ella lo amaba incondicionalmente y lo supo acompañar hasta en el vicio. Cuando los gritos de los dos se hacían oír en el barrio, mi hermano y yo nos íbamos de la casa a caminar. Y entonces yo le recitaba de memoria los poemas de Gabriela Mistral y otros de Ana María Navales. Mi hermano me presta mucha atención, dice que se imagina viajar a todas partes gracias a mis recitaciones. Y a decir verdad, continuamos yendo a caminar ahora que mamá murió, aunque reconozco que los gritos de la viudez son menos estruendosos y que la basura acumulada, que nos impide el paso fácil, últimamente alcanza niveles indecentes.

A veces, en boca de mi hermano, me llegan algunos chismes del vecindario: todos se asombran de mi aguante, pero a mí me extraña verlos a ellos, tan esperanzados por una limosna del gobierno, que otros políticos le sacarán después porque Argentina es diletante. Hoy somos de izquierdas; mañana, de derecha, y en el medio, la sinrazón de seguir la ola como va.

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Día viernes, el último hábil de la semana llega al fin para aliviarnos a los que trabajamos sin remedio. Un sol de retazos empuja por salir, insistente, por entre las nubes de un cielo pesado. Ahora sopla un viento maligno desde el Río de la Plata y amenaza con arrasar valiéndose de sus tormentas habituales. El viento no cesa. Y la humedad hace sus estragos, pues gotas indeseadas se acumulan, una a una, en el ventanal de la vidriera que ofrece lápices, gomas de borrar, cuadernos, planillas y un amplio surtido de papelería de color. Un anciano bien trajeado, con acento holandés o algo así, entra por un paquete de cigarrillos. Es común que los transeúntes confundan la librería con el quiosco lindero debido a la celeridad urbana, y a  que éste se instaló en una galería con un pórtico que permanece abierto casi toda la jornada. El rubor en la cara del turista holandés denota que él comprendió enseguida el malentendido entre el quiosco y la librería. Una chica más delgada que yo, bien vestida y con el pelo brillante hasta la cintura me pide ahora que le saque cinco fotocopias de lo que serían sus antecedentes biográficos y laborales. Me deja esos papeles, va a venir a retirarlos con las fotocopias en una hora. Asiento, no sin antes requerirle el pago, pero la joven dice que prefiere abonar después. Le consulto a Raquel porque el dueño no está, y ella, sin distraer la mirada de su celular, responde que haga lo que se me dé la gana. La chica se va, y para no verme obligada a atender a los dos nuevos clientes que acaban de entrar, aprovecho y comienzo la tarea. A Raquel, pues, no le queda sino diferir su adicción al teléfono y trabajar. Lo que no está nada mal,  si se consideran las horas que se pasa concentrada en hacer maniobras con su celular.

La chica se llama Asunción Fernández (tiene otros apellidos, que suprimo en el relato por innecesarios). La fotografía del margen derecho superior no la favorece si se considera que no pasa desapercibida, no sólo por su pelo brilloso. Estudió medicina legal en Francia, domina dos idiomas extranjeros, tiene un postgrado, y es doctoranda en una universidad privada. Ya quisiera yo cosechar estos laureles, pero debo limitarme a los estudios de grado en la universidad pública. Y no sé si alguna vez llegue a tener dinero para otra cosa.

Cuando las hojas del último juego de copias se encuentran grapadas por su margen izquierdo, me doy cuenta de que una quedó borrosa, pero se corta la luz, de modo que me resulta imposible enmendar el error. Y tampoco puedo hacerlo después ya que el corte en el suministro dicen que va a prolongarse hasta la noche.

Puntualmente, a la hora prometida, aparece Asunción. Le entrego el pedido y antes de que pueda explicarle nada, ella monta en cólera y me recrimina – como era de esperarse – la calidad de la última hoja de uno de los juegos de las fotocopias. Comienza la parafernalia de reproches, que la culpa la tiene su impresora porque, de no habérsele descompuesto, se habría ocupado ella misma sin problema; en Buenos Aires ya nadie sabe hacer nada, estafadores, no va a pagar hasta que se le entreguen las copias como corresponde, etcétera. Sus lindos rasgos se empañan, de inmediato, en ese rostro sumido en el resentimiento, que asocio de inmediato al puritanismo de mi padre, cuando él nos corre con el cinturón a mi hermano y a mí ante el  menor quiebre de la vida o como lo hacía furibundo cuando niños, (época de inocencia perdida que trato de reproducir aquí, en que nuestros amigos se le burlaban con ese desparpajo propio de la infancia). En definitiva, el egoísmo de mantener un mundo interno supuestamente ordenado a toda costa. Y pensar que en la universidad pretenden enseñarme acerca del volumen de los personajes…

Asunción Fernández me vuelve a la realidad con su ataque de nena mimada. (De su parte, Inés nunca pudo serlo.) A medida de que ella se encarga de informarnos a Raquel y a mí del cargo que ocupan su padre y un hermano en no sé qué fuero de la Justicia y de que clama por que le devuelvan el resto de sus papeles antes de ponernos una denuncia pues dura lex sed lex, un ligero escozor se localiza en mi cuerpo y, como la lava de un volcán, se transforma en un invasor que se expande hacia fuera y más allá de mí. Así que insulto a Asunción y me le abalanzo. No voy a devolverle ningún papel hasta que pague, eso está claro. Y si no fuera que mi puteada por fin la distrae a Raquel de sus envíos habituales por el celular, lo cual le permite sostenerme entre sus brazos y pegarnos a ambas un grito de haya paz, esa chica y yo nos hubiéramos metido, en menos de un santiamén, en un reñidero en descontrol.

Retumban en nuestros oídos el son de cientos de bombos y las protestas indignadas de quienes reclaman que se los gobierne con empatía, no se sabe si a perpetuidad, vale decir que se les otorgue lo que piden sin miramientos y enseguida. “Enseguida”, la palabra que está de moda en las democracias de hoy. Después de todo los porteños hemos sido arrojados a la bruta existencia, es lo que hay. Asunción Fernández, quizá sorprendida por nuestra reacción en la librería, se paraliza durante un instante y titubea. Y nos lanza a Raquel y a mí una mirada de odio y se va.

Como volvió la luz antes de lo anunciado, Raquel y yo regresamos a nuestra habitual presencia-sin-vernos. Raquel hizo dos ventas y yo cinco, aunque ni siquiera cuando entregó el pedido y cobró, ella pudo sacar sus benditos dedos del aparatito del teléfono. Esa noche no tuve clases, me fui a casa, preparé la cena y, como todos los días, encendimos el televisor rogando que nuestro padre no se excediera en copasY mi vida transcurrió sin cambios hasta que algo extraordinario sucedió, que inspira este relato.

Habría pasado una semana y media, y, casualmente, el dueño de la librería se encontraba con nosotras a esas horas en el local, de milagro: unos inspectores vinieron a pedir que les exhibiéramos las constancias de los impuestos y de los aportes sociales. Al ser detallista, el dueño, de inmediato, hizo lo que debía, y los inspectores se fueron, aunque le oí comentar a uno de ellos que para qué habían hecho la denuncia si todo estaba en orden, la clausura no iba a poder llevarse a cabo. Raquel había progresado con lo del celular porque ahora sus dedos pulsaban uno de esos blackberry que usa la gente de plata, así que a los mensajes de texto se sumaba la novedosa navegación en el mundo virtual: averiguaba nombres, comidas, autores, la localización de infinidad de restaurantes a los que jamás visitaría ni de broma, y estaba informada al instante con los alertas que instaló en el lujoso aparatito.

Cuestión que Raquel y yo no habríamos prestado atención al incidente de no ser que, al mes, el dueño había recibido una cédula policial que le notificaba una denuncia por estafa y que le ponía una obligación por una suma irrisoria por daño presunto y perjuicios. Toda la maquinaria de la justicia se había puesto en marcha, en fin,  debido a aquel viernes de la fotocopia borrosa. Y, cuando el dueño nos preguntó a Raquel y a mí acerca de las malditas copias, perplejas, le comentamos lo sucedido. Es más, yo había guardado cuidadosamente los papeles esos de Asunción Fernández como forma de acreditar el error en el uso de la máquina. Le expliqué al dueño que era regla de la casa no entregar los originales ni las fotocopias si éstas no se pagaban. Éste primero se enojó, pero enseguida parece que comenzó a atar cabos pues me dijo que esa chica delgada, de pelo largo y brilloso, ya había tenido problemas con otro negocio de la zona y que se vengaba poniendo denuncias. Parece que la del local prosperó porque el dueño tendría que buscar abogado. Y lo hizo.

A los tres días del hecho aparecieron unos inspectores municipales buscando roña. Que si el local guardaba las medidas adecuadas para ventilación de la máquina fotocopiadora, si tenía baño, que si había sido habilitado para librería, cuánto pagaba el dueño en materia de aportes, etcétera. A mí me dio una bronca irrefrenable y enfrenté a los inspectores sin asco: por qué no hacían lo mismo con el 29 cuando el chofer pasa de largo como si no existieras, ocúpense de la gente persiguiendo a los verdaderos delincuentes, pero no deben de haberme registrado porque uno de ellos encontró varios piojos de papel y una cucaracha, lo cual bastó para clausurar la librería por cinco días.

Mientras los desgraciados colocaban la faja, el dueño de la librería nos aseguró en medio de sus balbuceos que nos pagaría a fin de mes, pero ese plazo sin que se atienda el negocio yo sé que es grave, así que no tuve más remedio que iniciar la búsqueda de un nuevo trabajo, y esta vez lo hice cerca de mi casa para evitar los colectivos.

Mis días hasta ahora transcurrieron como los de cualquier vecino, mi padre no ha dejado el alcohol ni lo hará, y mi hermano continúa ávido de mis relatos y quiere que le recite poemas. Trabajo y estudio, y trato de mantener la cabeza atenta y los ojos abiertos. El último cuento se lo narro por las noches, mi hermano busca que se lo repita como a un chico. Se llama “La fotocopia”, y le advierto que se basa en hechos reales, pero él se ríe tanto que a veces dudo de que la realidad sea tan puerca.

Es que, pasado casi un año desde aquellos sucesos en la librería, volví para saludar a Raquel y al dueño, y encontré el local cerrado y con un cartel de alquiler. Los ventanales sucios habían acumulado la humedad del invierno y el polen de la primavera y se preparaban tal vez para seguir en esas condiciones durante el verano.

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