Se anuncia una noche de luna mansa y redonda. Un reo baja temeroso los escalones. Se trata del edificio del Tribunal donde lo procesan. Columnas dóricas y algunos mármoles expresan sobriedad y esmero. Es viernes. El reo ignora lo que le esperó allá arriba el próximo día hábil de la semana siguiente. Ayer, jueves, quizá salga el sol. El reo se despide del juez de la causa en el último rellano de la escalinata. No se miran, nadie se mira en proceso porque cuando acaecen estos menesteres jurídicos basta el papel (en la “post – pandemia”, el texto digitalizado). Es martes, y vaya favor que le hicieron al reo con la absolución. Mañana los agentes del orden le quitarán las esposas. Y “Hola, compañeros”, gritó él el domingo anterior, en venganza de los otros reclusos: goza de su libertad cuando autoricen su salida definitiva de la cárcel al otro día. En su despacho, el juez piensa el miércoles en la sentencia que sobreseyó al reo el lunes inmediato anterior. Cierra la computadora para escribir aquel, su voto absolutorio y, a renglón seguido, lee acerca de los hechos acreditados en el expediente que había dictaminado el lunes. Se detiene en algunas pericias y testimonios producidos, ya no importa demasiado qué día del décimo año anterior. Pero, finalmente anteayer, el juez escribe el fallo, pues al día siguiente – no se sabe de qué semana- ordenó el archivo de la causa.
Parece que aún con una luna mansa y redonda, los tiempos procesales de la cosa juzgada corren medio incoherentes en algunos parajes.
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