De comodidades y extranjería

Ser extranjero

Primera pregunta: si hay un inconsciente, por qué es imperioso que tenga que haber una causa (por lo menos una causa de la razón) para todo. Y si la hubiera ¿por qué no nos comportamos como seres racionales?

Segunda: ¿Si la ética de algunos países elaboró políticas públicas tendientes a proteger al extranjero, por qué muchas personas lo consideran prácticamente un insular, un enemigo?

Tercera: Aun cuando fuéramos sujetos de la razón ¿por qué tal extranjero es un sujeto que siempre desafía la cadena significante con su aparición?

Según el Diccionario de la Real Academia “extranjero” es definible como que es lo que viene de otro país o soberanía; natural de una nación con respecto a los naturales de cualquier otra. Por traslación del sentido, también suele hablarse de “extranjero” cuando pretendemos aludir a alguien muy desconocido o cuando nos enfrentamos a alguna parte de nosotros que no controlamos aunque nos habita. El inconsciente tiene mucho de extranjero, el disidente, el diverso.

No está demás saber que, años ha, circulaba una expresión en las monarquías “the king can do no wrong”, el rey nunca hace daño. Por lo tanto, se afirmaba, al ser soberano en su esfera, el rey no se responsabiliza de nada ni por nadie y lo que hiciere se presume bienhabido. Muchas personas frente a un extranjero se comportan como aquellos monarcas difamando la palabra que lo designa. Y lo asombroso, aquellos que defienden las democracias.

Seguir leyendo...→

Cuando en 1942, después del padecimiento de una larga enfermedad, Albert Camus publica “El extranjero”, fija su posición frente a un mundo descreído, y lo hace valiéndose del señor Meursault – alguien que decide ir a la playa el día de la muerte de su madre, de quien no recuerda la edad atado como está a sí mismo sin poder hacer demasiado lazo social -. Ese extranjero desesperanzado sería, ya por entonces, un anuncio del individuo, del yo autónomo posmoderno.

Orgánicamente hoy los estudios semióticos sobre los extranjeros devienen siempre de la semiología de los bordes: desmontar discursos a partir del descentramiento de lo establecido porque hay algo que escapa del signo. Y es a través de la llamada “filosofía del absurdo”, una derivación del  existencialismo, que después de padecer las dos guerras mundiales gran parte de Europa se atreve al desbaratamiento del sentido: había algo que la filosofía del absurdo se proponía que fuera dicho, en una época de insoportable aburrimiento, acaso habida cuenta de la caída de unos valores arrasados por la guerra.

A diferencia de lo que sucede en aquella novela de Camus (o quizá en la misma dirección porque el significante humano no ha cambiado mucho), ser extranjero implica padecer con malestar la exclusión del otro y el desafío de toda la cadena significante para el grupo endogámico que lo recibe: parece que hay algo que subyace en la sociedad que sólo termina por ser revelado definitivamente a partir de la aparición del extranjero. Recuérdese “Teorema”, la película de Pasolini y su innegable vinculación con el ángel exterminador de Buñuel. Según como se lo mire, la exclusión va por un lado o por el otro.

En definitiva, se trata el extranjero de un sujeto distinto del grupo, no identificado en la comodidad de lo construido, que por ello provoca recelo, insta a la sospecha y ¿a la violencia? Pone en el tapete el entramado de las tensiones que se producían debido a lo no significado, no por no existir sino por no ser del todo nombrado.

Qué se juega cuando hablamos de ” extranjero”, qué con la palabra aún no dicha a su respecto. Una de las razones de la buena supervivencia consiste en que el propio grupo asegure internamente sus beneficios en la confortabilidad de ver repetidos al cansancio sus mismos discursos. (Si con esto asciende en la escala social, mejor.)

Es común asistir a reuniones de profesionales, congresos o seminarios en los cuales un intelectual es masivamente escuchado con el beneplácito de la audiencia, cientos de rostros que asienten en su necesidad de adherir. ¿Dónde se convoca allí al extranjero? La pluralidad en las ideas se sostiene en el debate, el debate debe de poder hacerse sobre la base de argumentos fundados, los cuales no se agotan en la conocida estratagema de la autoridad o en el desconocimiento de la refutación por la homonia o el argumento ad hominem, lo cual se traduce en: “te destrato, no te escucho, o no te asiste razón porque sos un extranjero”.

Como diría Peter Sloterdijk, “hay que escuchar muchos absurdos: que hablan de naciones queridas, de campos patrios a empapar con la sangre impura de los extraños, del nomos de la tierra, del derecho de los pueblos a su propio Estado y del árbol de la libertad que hay que regar en cada generación con la sangre de los patriotas”. Los patriotas que defienden muchos de esos principios siempre son los diversos, reclutas o extranjeros. Continúa este filósofo nacido en Karlsruhe preguntándose: “¿No podría ser un patriota alguien que introduce confusión y desorden en los motivos de apego al lugar propio?” Si la patria son la ciudad, el barrio, los amigos, los colegas, la familia, el hogar, la metáfora del fuego calentándonos del frío en la atmósfera, ya se asoma ante nuestras narices el problema abordable por la extranjería. Y si con un esfuerzo mayor, trasladamos la significación de ese fuego a la vida misma, el que defiende a los suyos es un héroe. Al menos un bombero que sabe dónde apagar el presunto incendio provocado por el extranjero, que invade y nos inflama.

Pero si de fuego se trata, un territorio y un grupo (aunque creen solidaridad inclusiva) también expelen y desolidarizan al otro. Es bueno saberlo. No siempre el otro coincide con el Otro, para eso se necesitan años de educación en la paz y resignar nuestro egoísmo y nuestros miedos. Y por lo demás, como nunca hay un Otro del Otro, la historia nos enseña que debemos cuidarnos de los nombres colectivos. Pues en la comodidad de repetir discursos y hechos sólo reiterando incluso aquello que suponemos repetir es que venimos a afirmar el espacio amigo y nos resguardamos escandalosamente del extranjero.

Este no es sólo el inmigrante que se ve compelido a mudar en busca de trabajo o debido a un exilio, o aquel forastero de la diáspora, el nómade. También, el locómano, el que se abre paso entre las letras del otro, el invisible, el que por sus propios motivos  quedó orbitando fuera del sistema social, o aquel corajudo que repele a este sistema o  denuncia su imposibilidad. El extranjero molesta, sobre todo en tiempos difíciles, y se erige en el chivo expiatorio de todos los males.
En definitiva, cuando aparece un extranjero, opera como sujeto espejo puesto que nos devuelve todos los espectros posibles del fantasma propio por alguna razón no elaborada a tiempo, o acaso porque la cerrazón que supimos conseguir en el conocimiento dejó abierta alguna ventana que no quisimos dejar abierta. Para la filosofía, el valor del extranjero, como aquel de Albert Camus, es el del cuestionamiento de lo establecido, el del que no pertenece y por eso, así como es desprovisto de algunas identidades, nos interroga. Por consiguiente, es visto como insular. Sócrates fue un extranjero en su propia comunidad.

Y aunque se esté frente a una sociedad no beligerante con reglas que protejan al extranjero, él siempre va a engendrar la sospecha, por inesperado. Es un otro que no alcanza a ser absorbido por el Otro y que, por lo tanto, parafraseando a Peter Sloterdijk, suscita los “fuegos de la envidia”, pues se lo mira mal. Muchos se dicen “me quitás trabajo y no pagás impuestos”. Pero la utopía de la inclusión globalizada que persiste en el siglo XXI destruye las diferencias y desparrama un grito unificador. Adaptados a un colectivo de supuesta felicidad multicultural negamos hasta al extranjero que siempre nos habita a nosotros mismos.

Ese extranjero, por desgracia, aparece interpelado de costumbre ante la tragedia mancomunada. Más vale acusar y reír que llorar: la culpa la tiene el otro, nunca nosotros. De momento, en una Europa que parece volver a iniciar la vuelta hacia sí misma, cuando cada vez se afirman más las autonomías y las lenguas y cultura locales, la crisis en las representaciones políticas provocadas por el dominio pretendido de los bancos y una globalización en la cual nadie cree, tal crisis se tiñe de los típicos efectos de la argumentación ad hominem: “sos inmigrante y eso me basta para expulsarte”. Sin embargo, hay también un racismo inverso cuando se piensa “sos de la zona rica del euro, y por eso culpable”, sin detenerse en el origen de las cosas.
La crisis en Europa no tiene que ver con los pueblos y las personas sino con los detentadores del poder financiero y político. Sería bueno advertirlo a fin de evitar nuevas beligerancias. Acaso se trate de distinguir a tiempo lo subjetivo de lo intersubjetivo, lo privado de lo colectivo. Nombrar con acierto no es lo mismo que poner cualquier nombre. De estas grandes equivocaciones lingüísticas y prejuicios nacen los racismos.

Evitar, pues, que un decir apurado se convierta en único discurso es lo que viene sosteniendo nuestra cultura democrática, no sin padecimientos. Pero las nuevas cronotopías culturales no han podido vencer la propia isla: todo aquel nóvel en la comunidad de las naciones, del arte, la economía, la política, o el conocimiento es siempre mal visto. Y cuando hay una presencia que incomoda y conduce a la superficie de nuestros más remotos miedos, se ponen en marcha los mecanismos de la paranoia so pretexto de sostener una seguridad que jamás se tuvo.

De paranoias está llena la historia, aunque lo que interesa no es buscar prototipos de neurosis, perversos o psicóticos sino afirmar nuestros principios y exponer nuestras ideas con argumentaciones fundadas. El extranjero nos enseña, no nos encerremos en la comodidad de nuestras supuestas certezas.

Buenos Aires, enero de 2012

.

Compartir ↴