No hay cosa más incómoda que esos CV que acostumbra a entregar la gente en busca de trabajo, o esos datos biográficos pretenciosos e inútiles que algunos adictos a los aplausos suelen subir en la red – con lujo de detalle pero bajo el título discreto de “breves antecedentes” -, con la sobrada y manifiesta intención de ser convocados a ritos tediosos que siempre culminan en un “gracias, doctor, qué interesante lo que dijo, lo felicito” (aunque no te hayan comprendido la mitad de lo que dijiste). En síntesis, o se muestran datos biográficos por padecer de la esclavitud legalizada del sistema laboral que supimos conseguir o porque hay los que adolecen demasiado del vicio de la mirada ajena. Evitaré entonces toda la parafernalia que implica el presentar un CV. Vanidad, carencias, tontera ilimitada (o todo a la vez), las circunstancias que los inspiran no son bienvenidas aquí, y menos cuando se trata de mostrar textos propios (los lectores confirmarán si son o no literarios, es decir si valió la pena desafiar al silencio, sempiternamente más conciso y significativo que el ruido de las palabras).
Tampoco es fácil que se sepa quién soy, pues yo misma continúo averiguándolo aunque me encuentre transitando los portales de la vejez. Quizá, fuere útil saber nomás que fui juez bien habida, de esas que con empeño y mucho esfuerzo sentencian por un largo rato, en el cual traté de ser lo más justa posible (con perdón de las apelaciones y de los recursos extraordinarios por ante la Corte: muchos abogados, de nota o sin nota, adolecen de los caprichos demandantes de los chicos, y no hay nada que los conforme; otros habrán sufrido el malestar de no haberse sentido identificados con la decisión).
Tal vez deba conocerse que estudié –además de esa larga carrera jurídica, que no te deja ni cuando apoyás tu cabeza en la almohada- algunas otras como Comunicación y Letras, hasta Cine –esta última por poco tiempo, no vaya a creerse que tengo la habilidad sintetizadora de los cineastas-. Fui (y soy) profesora. De consiguiente, di e imparto conferencias (aburridas como las de todo el mundo), y continúo esperanzada en esos escritores, colegas, filósofos y poetas, psicoanalistas, artistas y pensadores que mantienen los ojos abiertos y la llama votiva del deseo para trabajar con el único fin de disminuir el malestar en la cultura, no precisamente negándolo.
De todos modos lo que conté recién no sirve de nada en las letras porque, a la hora de escribir, todo eso te sobra. Es más, molesta. Eso sí, a lo mejor tengan que saber que me gustan (en este orden anómico) Lacan, Discépolo, Calícamo y Gardel, Mafalda y Gadamer, Heidegger, Žižek, Faulkner, los Petshop´boys, los Fabulosos Cadillac, Mercedes Sosa, Woody Allen, Aristóteles, Scarlatti, Schopenhauer, Ginastera, Santana, Lafaille, García Badaracco y los Beatles, Chagal y el grupo Mondongo, Errol Garner y Dalí, Vivaldi, Nietzsche, Beerbohm, Rulfo y Monterroso, Sigmund y Lucien Freud, San Agustín y los Marbles; también el antiguo arte cristiano y Wanda Landowska. León Gieco me puede, y cada vez que oigo la novena sinfonía de Beethoven recuerdo la segunda guerra mundial y los padecimientos de mi padre en Alemania (amo Berlín). También me apasiona oír a Sting, el merengue dominicano me eleva; veo con entusiasmo los sainetes y el teatro negro, y la nueva modalidad del circo en la cual los domados han dejado de ser por suerte los animales de antaño; ni qué hablar del cine, me refiero al independiente o al de la poesía en movimiento, y confieso que se me da por la semiótica cuando contemplo algunas instalaciones en el MOMA o en el MALBA (lo hago con delicia y sin ninguna culpa); también escucho concentrada y a ojo cerrado la música gregoriana, y gusto en bailar -a ojo abierto y con corte- la milonga porteña. Adoro a Tita Merello, a Madonna y Luis Sandrini, a Ingmar Bergman, a Graciela Borges y a Catherine Deneuve; la actitud libertaria de Lutero, la paciencia de Nelson Mandela, de la Amnisty Internacional y de Green Peace, a Elfriede Jellinek, Jacinto Benavente, a Unamuno, Shakespeare y a Herta Müller. Releo cada vez a Borges y a Cortázar, a Felisberto Hernández y a Heker; a César Aira, Diana Belessi, Quevedo, González Tuñón y Alejandra Pizarnik, Cervantes, Gabriela Mistral, Phillipe Deleurme, a Salinger, a Margarita Duras y Millás, a Virginia Woolf, James Thurber y a Faulkner, y los cuentos de Truman Capote; hojeo la Revista “Hola” y todo sobre la moda (soy paradójica, qué le vamos a hacer). Dejemos para otra confesión a los griegos y a Castoriadis, al poema del mío Cid y a los romanos, no vaya a ser que piensen que soy narcisista (además de caótica). ¿Qué escritor no lo es? Y las leyes las voy estudiando porque no me queda otra, aunque de vez en cuando extraño una sala de un tribunal en la que solíamos intercambiar unas colegas y yo nuevas ideas sobre el viejo Derecho, pues estas sí que nos sobraban.
Después de haber conocido a truhanes y santos, a inteligentes e idiotas y de compartir algún instante en mi niñez con gente como Marlene Dietrich y Erich Schellok, y de haber charlado de adulta y por un rato con Jack Nicholson, Norma Aleandro, Ana María Navales, Iris Zavala, y continúa la lista…, con honestos juristas y con otros soberbios, como de haber tomado clases de humildes pero grandiosos maestros y maestras de la escritura, después de haber bailado al cansancio el valsecito de la nostalgia y soñar esos sueños de juventud que no te dejan, de haber cosechado rabia, alabanzas y envidia, y el amor siempre inagotable de mi familia y de mis amigos (de esos que te tiran de la oreja cuando decís algo estúpido o impropio), después de eso bueno y malo, o ni una cosa ni la otra sino solamente de lo humano, lo único que puedo sugerir con certeza es: ¡que viva la literatura, que vivan el arte y las humanidades!
Por eso de vieja, ahora cuando se sabe-hacer-con nuestras neurosis, se me ocurre que, como Bolaño, voy a morir escribiendo, me lean o no me lean, me critiquen, me destraten.
Tal vez de más anciana me reproche no haber vivido en la patria de Gabriela Mistral y de Neruda, lo suficiente en la de Schiller y Goethe, o no haber desafiado cuando joven al Canal de Beagle, allí, en el fin del mundo argentino, donde sólo te acompañan las gaviotas y el cielo de un celeste razonable. Y ahora que lo pienso, es muy posible que recuerde en mis últimos días una noche de jazz compartida hace un tiempo con buenos amigos en el Negresco de Niza y alguna otra de brisa fresca estival en Manhattan caminando con mi marido y con mi hija y oyendo una vieja banda de Nueva Orleáns. Pero, antes de pedirle a aquel conocido capitán que leve anclas, de seguro voy a comprar otra vez objetos antiguos en un pequeño local de Sigtes, en otro recoleto de Urdenbach, y me llevaré unos cuantos jarrones de los plateros de Areco o algunos platos de porcelana del mercado de San Telmo; moriré de amor por el Buenos Aires misterioso de Manucho Mugica Lainez o el de Leopoldo Marechal, aunque la basura en las calles y la pobreza más triste estén hoy ya alcanzando niveles indecentes.
Voy a devorar, mientras tanto, con la ansiedad de la infancia, cada uno de los mismos textos clásicos que me alumbran desde entonces hasta que los ojos se me vacíen por las tormentas del tiempo. Porque la vida pasa y de donde vinimos hemos de volver. Así es que, forastero anónimo, lector enamorado de tu hembra (o sólo de vos mismo), mujer deseosa de recibir a tu hombre, o cabal enemigo de mi letra, no dudes en reír a carcajadas ahora que te sobra la vida, e ironizá – si te dan las ganas y el pellejo – todo aquello que puedas y esté a tu alcance, aun cuando la desventura te encarnice y el dolor te haga trizas. Mejor que sufrir, y no te vayas a ensañar nunca con la vida ajena, que basta con la propia.
¡Que viva la literatura!
En Buenos Aires, en la primavera de 2011.
Última actualización: septiembre de 2024