Mechar la carne con pedacitos bien provistos de anchoas. Salpimentar a gusto. Poner en una tinaja cincuenta gramos de manteca fresca y una cebolla. La cebolla debe cortarse con esfuerzo pero sin fruición. En tajadas finas, todo sin llanto. Cocinar la carne sobre fuego moderado y evitar irrumpir en desaconsejable impaciencia. Tratar de alejar la carne del fuego antes de que se torne transparente o se extinga en el vapor del tormento. Agregar al preparado un sorbo de aceite y la cebolla. Calmarse. Si aún queda leche en la heladera, hervir medio litro sin temor a los accidentes. Mezclarla con un vaso de jerez -pueden ser dos vasos o tres, según la necesidad de olvidar triunfos o de sustituir fracasos-. Colocar el preparado otra vez sobre fuego moderado y dar vuelta la carne de tanto en tanto. Cuando se la presienta tierna, retirarla y arrojarla a una fuente como si se tratara del propio cuerpo que clama por un descanso después del ajetreo en un gimnasio. Mantener la carne caliente e incorporar al jugo de la tinaja antes pasada por tamiz, sin prejuicio- una tacita de harina y algo más de manteca si queda coraje- siempre revolviendo con cuchara de madera para evitar la formación desagradable de grumos. Cocinar sobre fuego, esta vez bajo. Hacerlo hasta que la salsa espese y se torne untuosa. Sazonarla y sumarle la yema de un huevo, batida a discreción. Colocar la salsa en alguna salsera y bañar la carne. Acompañar con vino tinto y, si la ocasión es propicia, dejar servido el peceto sobre la mesa, aferrarse al sentido común, quitarse la blusa, arrojar lejos la falda y entregársele a él aproximadamente todas las veces que se pueda, para evitar que las mutuas salsas del matrimonio se marchiten.