Cuando tomé el 60 para ir a visitar a mi madre no sabía que un celular podría obsesionarme tanto. Aquel domingo era un domingo cualquiera, de esos en los que uno no se despega del cigarrillo. Es difícil estar solo, mi mujer se fue hace tres años y, tras ella, mis hijos. En la semana me entretengo con las cirugías y el consultorio, pero durante los domingos, sobre todo las tardes se hacen pesadas.
Mi madre tiene ochenta años y está más lúcida que yo, me dice que tengo que buscar novia, que vaya al cine, pero no le hago caso. La obstinación me hizo médico, pero en la vida me he vuelto ermitaño. Nadie me gusta: o son muy viejas o muy jóvenes, las inteligentes compiten y las que no lo son se meten en la cama y preparan comidas o conversan acerca de cosas que no me interesan.
Subí aquel domingo al 60. El viaje en colectivo me obliga a pensar. En el auto apenas freno, embriague, acelerador, mirar-el-espejito. No cambio el automóvil por este viaje los domingos en colectivo. Veo distinta clase de gente, y en una hora, que es la que tardo en llegar a lo de mi madre, puedo repasar cada momento del divorcio, mis hijos que se fueron, y me mantengo abstemio del cigarrillo, que es como la segunda piel de mis pulmones.
Mientras iba pensando aquel domingo en mi fracaso y toda esa historia que duele, una jovencita se sentó a mi lado y apenas me miró. No tengo una buena cara que impresione a nadie y, a mis años, sólo mis pacientes o mis alumnas del hospital pueden verme con buenos ojos. En realidad se prenden de mi prestigio. Uno se enamora de las mujeres con la vista nomás.
Pese a que le sonreí, la jovencita no dijo palabra, así que me puse a curiosear por la ventanilla. El 60 hizo su parada obligada en Plaza Italia, la joven abandonó rápidamente el asiento y bajó. Fin de la historia. Más bien, habría sido fin de la historia, si no fuera que se dejó olvidado su celular. Le avisé enseguida, pero ella no me oyó. El aparatito quedó conmigo y yo estuve a punto de dárselo al chofer. Se lo iban a devolver, tal vez lo necesite – pensé. Pero como era domingo, me pareció mejor tomarle prestados unos momentos a ese teléfono. Luego averiguaría en la compañía para restituirlo. Así de sencillo iba a ser el domingo.
Llegué a destino y caminé unas cuantas cuadras. La Plaza de los dos Congresos estaba vacía. No había manifestantes, ni banderas argentinas que flamean en esa nada de los que no quieren ver. Doblé en Hipólito Irigoyen, a la altura del correo, y pensé en todas las cartas que jamás enviaría. Continué a paso tranquilo. Mi madre estaría esperándome para hablar de lo de siempre. El celular no paraba de sonar. No lo quise apagar porque no sé acceder a la clave de guardado y después no podría encenderlo. Así de torpe soy. Al principio lo atendía y cortaban sin contestar, pero luego me animé a hablar, y me hice pasar por un amigo de la jovencita. La jovencita se llamaba Laura y era estudiante de Filosofía. En las cuatro cuadras que me faltaban caminar hubo siete llamados, todos previsibles. Llegué a destino.
Cómo estás- me preguntó mi madre al recibirme- y yo le dije que bien. Qué otra cosa podía contestar. Cuando inician una conversación con esa frase es porque esperan que uno no entre en detalles. Charlamos de intrascendencias y me quedé mirando el viejo sillón del living en el que alguna vez habían hecho piruetas mis hijos y me había quedado a dormir durante las primeras peleas del matrimonio. Hablé de la cátedra. Como siempre, el Hospital tenía problemas de presupuesto. En la semana le haríamos un homenaje a Álvarez. – ¿Se acuerda, vieja, de Álvarez? El aparatito insistió en sonar y atendí.
Esta vez era la voz joven y plural de una mujer que parecía inteligente. Dijo algo que no entendí acerca de las utopías y pidió un libro de Foucault, que se lo acercara a una dirección en Barrio Norte. Besé la frente de mi madre, como lo hago todos los domingos, y me lancé a la avenida Entre Ríos, dispuesto a todo con tal de entregar ese libro en las manos adecuadas. Pero no estaba seguro de poder conseguirlo.
Comencé a caminar hasta Corrientes. Me metí en cuanta librería encontré, pero ninguna tenía “La Arqueología del Saber”. Un hombre flaco y desgarbado, de esos a los que uno nunca puede adivinarles la edad, me hizo esperar en otro local que encontré. Fue al sótano y desempolvó un ejemplar escrito en francés, probablemente perteneciente a una de las primeras ediciones. Acá muchos estudiantes vienen buscando textos de este autor, es muy complicado y pocos lo comprenden, pero es un clásico – me dice -, y hay que hacer como si uno lo conociera a fondo para quedar bien. Quedar bien, eso sí que no formó nunca parte de mi experiencia. El vendedor se me quedó mirando con unos ojos voraces, como si reclamara respuesta. Me encogí de hombros y le pagué los ciento y tantos pesos que me exigió, quién sabe si por el texto o por el polvo que debió esquivar para encontrarlo.
Me llevé a Foucault cuesta arriba, hasta Callao, en donde encontré una vieja confitería. Mientras estaba eligiendo mesa volvió a sonar el celular. Atendí y contesté a la voz femenina, menos plural y más emotiva que la otra, que reclamaba su teléfono. Qué hace con este aparato que no es suyo – me preguntó. Dígame dónde está, que lo voy a buscar. Me asusté un poco (no era entonces hombre de invadir la vida de nadie). Sólo buscaba matizar la rutina de los domingos por un rato. Por qué esa chica parecía no entenderme.
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Titubeé, debía entregar un libro en Barrio Norte (eso le dije). – Mientras tanto le atiendo los llamados y luego nos encontramos, ¿qué le parece? Cuando pensaba que iba a oír un improperio, obtuve un silencio de tumba como toda respuesta. Cortaron. Elegí mesa e hice mi pedido.
Hojeé el libro sin entender. Yo había elegido ser médico por algo. Aquello de las humanidades nunca me convenció. Por lo demás, los que hacen Filosofía están más cerca de los muertos que yo, pensaba, y aunque ahora se ocupen también de las cosas cotidianas, siguen hablando de entelequias. Al pan, pan y al vino, todo. Tomé el café de un saque. Por suerte, el celular tomó un descanso, por lo menos hasta que pagué y salí a Callao para tomar un taxi.
¿Qué hace que un hombre como yo se apropie de la intimidad de otros aunque sea por un día? Me paso horas viendo enfermos y dando cátedra. En el consultorio reviso cuerpos y hago diagnósticos; en la Facultad enseño. Esa sucesión de actos constituye mi arqueología. Pero ya estaba en el cruce de las avenidas Callao y Corrientes y en busca de un taxímetro que me alcanzara hasta Barrio Norte para cumplir la orden de una mujer desconocida.
El taxi me dejó en la calle Arenales, en el número exacto que anoté cuando la voz plural de la mujer joven había llamado en lo de mi madre. Era un edificio de trece pisos, bien puesto. En la entrada, un portero eléctrico de bronce esperaba que mi mano presionara el 4° A. Una pareja jugueteaba en la esquina. Abrazos robados en plena adolescencia.
En la tarde fría asomaba un sol a regañadientes. Unos gorriones deslucidos y afónicos en las ramas de un plátano. Encaramado en otro árbol, un gato envejecido bostezó. Di vueltas una y otra vez. El portero eléctrico continuó desafiando, hasta que junté fuerzas y presioné el 4° A. Escuché enseguida la voz plural. Subí y en el cuarto piso algo me dijo que debía desistir. Un hombre común, como yo, podía arruinarse la vida por un detalle.
Mi mujer y yo nos separamos por uno de esos detalles. Yo estaba hablando tonterías con la anestesista cuando Marga entró en casa. Nunca me animé a serle infiel, soy demasiado quisquilloso con los horarios. Pero me encantaba el pavoneo, a qué negarlo. Traté de explicarle ese día a Marga. Pero ella no quiso escuchar y preparó sus valijas. Se fue a lo de su madre; y mis hijos, a la semana, tras de ella.
Casado, no tenía tiempo. Separado, me sobra (mucho más, los domingos). Rara vez me llaman para alguna emergencia. Tengo el prestigio de los años, es la ventaja. Cuánto habría dado aquel domingo por no tenerlo.
El teléfono volvió a sonar. Atendí, dispuesto a seguir jugando, pero cortaron. Desde que había subido al taxi, por lo menos cinco veces hicieron lo mismo. Finalmente encaminé hacia el departamento: me esperaban a mí, a Foucault, o a ambos.
Toqué timbre. Abrió una mujer de unos cuarenta años, atractiva. La recepción que daba al living, separado del comedor por un biombo de laca, estaba atestada de libros dispuestos de a grupos en forma de escalera. Alcancé a ver un tapiz antiguo, color borra vino en una de las paredes. El departamento era oscuro. Tal vez serían los árboles añosos que tapaban la vista desde el balcón corrido. Y la cara de esa mujer tampoco era luminosa.
La mujer atractiva vestía un kimono azul eléctrico y había velones encendidos en todas las mesitas del living (conté cinco). Me hizo sentar en el piso, sobre un almohadón de raso. Ella hizo lo mismo y encendió una pipa iraní, que comenzó a fumar sin vergüenza. Marga y yo nos habíamos comprado una de esas pipas en Niza, los franceses tienen devoción por las cosas orientales. Cerámica tallada en negro y verde profundo como el de los diamantes.
Así que sos amigo de Laura, mirá vos – me ataca la mujer mientras fuma. Y sí -le contesto- al tiempo que prendo uno de mis malditos cigarrillos. Le entrego al fin el libro, temeroso. No tengo ganas de oír preguntas. La mujer hojea unas páginas y se echa a reír con una carcajada que no desentona. A este Foucault – dice – la Facultad lo sigue a muerte. Y a vos, decíme, te gustan los pensamientos barrocos.
No le contesto. Me quedo detenido en su pelo rojizo. Mi cigarrillo expele un humo trasparente. La pipa iraní bicolor uno perfumado, que dibuja en el aire el rostro de Marga. La mujer insiste en eso de los pensamientos barrocos. La vida ya es bastante barroca – agrega- ¿para qué complicarla con cosas raras? Es lo yo que pienso – le contesto, entusiasmado-. Ustedes, los filósofos, pueden pasarse la vida argumentando, para mí son más importantes los hechos.
– ¿Y quién te dijo que a mí no me interesan los hechos y que soy filósofa?-. Hasta entonces no sabía el nombre de esa mujer. Tampoco por qué yo estaba ahí y hablaba con ella de pavadas.
-Mirá, yo enseño, pero no soy filósofa- me dice. Me contaminé de tanta porquería. La sobreabundancia de palabras termina por transformar al lenguaje en algo obsceno, ya nadie cree en nada. La cuestión es poner en práctica lo que se siente. Y una cosa es enseñar filosofía y otra, ser filósofa. Deja la pipa y se va. Al rato, vuelve con un gato siamés entre los brazos. Me lo ofrece e intento sostenerlo, pero mi estornudo lo expulsa de inmediato. Lejos de sus brazos y de los míos, el gato se acomoda plácido bajo la mesa del comedor. La mujer de voz plural me observa ahora de soslayo. Por un momento, no sé porqué, me imagino en medio de una indagatoria. (El gato es el juez, como si los animales pudieran percibir mejor la realidad al no razonar.)
– Cómo te llamás, yo soy Adriana, aunque me dicen “Ari”. Su pregunta fue el disparador de una conversación esotérica que duró unas dos horas. Yo iba a decirle que no era amigo de Laura, le dejaría el celular para que se lo devolviera a su dueña, pero me sentí atraído por la voz de Ari (y por su inteligencia), aunque no me gustaba su departamento, atiborrado de objetos.
Estuve a punto de abalanzarme sobre Ari, pero ella (astuta) me despidió con un beso seco en la mejilla y me palmeó en los hombros. En el 4° A quedaron el libro y mis ciento y tantos pesos. Bajé por el ascensor y cuando alcancé la calle, el domingo me alivió. Al día siguiente, Ari y Laura quedarían en el olvido y volvería a tomar el 60 los siguientes domingos del resto de mi vida.
Cuando el sol comenzó a ponerse, el celular volvió a sonar. Y le conté a Laura que había entregado el libro. La voz rabiosa inicial de Laura se puso peor. Cómo hiciste semejante cosa- me reprochó- ¿no tenés nada que hacer? – Y… no, es día domingo- le contesté. – Pues yo sí. Por qué hiciste esto, ir a lo de Ari- me gritó. – Fijá un lugar ya y me devolvés lo que no es tuyo.
Nos encontramos Laura y yo. Eran como las siete. Le pedí que se acercara hasta Belgrano (me gusta mi barrio). Me ubiqué en una de las mesas sobre el pasaje Olleros, en la confitería que está en el cruce con la avenida del Libertador. Hacía frío, pero no quise perderme de hablar por fin con la jovencita del 60. Así que sostuve el celular entre mis manos, como un trofeo, para que me reconociera. Le pedí al mozo un escocés en las rocas, porción doble, como siempre. Y apareció Laura.
Era linda la jovencita, vestía unos jean y una campera de cuero negro, abierta. Cuando la tuve enfrente, pude ver la puntilla de encaje turquesa del corpiño por entre la camisa de seda blanca, abotonada hasta la altura necesaria. No se iba a sentar, pero la invité con un café. Aceptó mis ruegos. Trajeron el escocés, doble porción, y poco después, el café para Laura.
Yo no paraba de mirarla; ella mantenía un silencio de tumba. Estaba nerviosa e improvisaba rulos en su pelo largo. Laura tendría unos veinticinco años. Segura de sí, me estaba dejando sin aliento. Intenté hablarle: de Foucault, de cualquier cosa.
-¿Me vas a dar mi celular o no? Y contáme bien qué estupidez le comentaste a Ari. Ésas fueron las únicas palabras de Laura. Le resumí la historia con Ari, y bastó que colocara el teléfono en las manos de Laura para que esta intentara una llamada. Concentrada en la comunicación, yo había dejado de existir para esa joven que el 60 me había regalado aquel domingo.
– Debe de haber algún teléfono público, supongo – dijo, esta vez preocupada – maldita batería. Le señalé, resignado, la casilla del teléfono de la plazoleta Olleros, y corrió hasta allí, desesperada.
La vi gesticular. De pronto, Laura colgó el auricular. Parecía vencida. Evidentemente, tampoco a ella habían querido escuchar. La jovencita dio media vuelta, cruzó Olleros, y la perdí por Libertador. Terminé el escocés, otro cigarrillo y fui caminando hasta mi casa. Aquel domingo soñé con las dos mujeres. Ari estaba desencajada, y Laura se deshacía en llanto. Experimenté un abismo, algo que faltaba, como un resto…
Desde entonces, voy siempre en auto a ver a mi madre.
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